El triángulo chií…

Escasos días después de que los movimientos de protesta populares prendieran en Túnez y Egipto, el régimen iraní se apresuró a brindar su apoyo a unas revueltas similares a las que reprimió con violencia a lo largo de 2009, pero que en este caso definió como una «oleada de despertar islámico» parecida a la algarada que en 1979 derrocó al último Sha de Persia, instauró la República Islámica y trocó substancialmente el devenir de Oriente Medio. Ilusionadas con la perspectiva de que supusieran, asimismo, un menoscabo de la influencia de Estados Unidos y Europa en la región, las autoridades iraníes acuñaron una idea que semanas más tarde repetirían -con otros matices- líderes islamistas raciales suníes como el jeque yemení Anwar al-Awlaki, considerado uno de los herederos del desparecido Osama bin Laden. «Sea cual sea el resultado, nuestros hermanos de Túnez, Egipto, Libia y otros países musulmanes volverán a respirar tras tres décadas de asfixia».

Detrás de ese afán por dotar a las revueltas de un barniz religioso, la teocracia iraní esconde un temor oculto y un anhelo añejo. Miedo a que un alzamiento laico y popular árabe -fruto del hartazgo, las desigualdades sociales y económicas y la ausencia de libertades- se instale como modelo y contagie a la joven sociedad persa, aquejada de las mismas lacras y similares esperanzas. Y la ambición de plasmar, por fin, una de las políticas en las que más dinero y esfuerzo ha invertido -sin aparente éxito- desde que los clérigos se alzaran con el poder: exportar la revolución islámica y construir un triángulo chií en la región, cuyos vértices fueran el propio Irán, el Líbano de Hizbulá con el apoyo de Siria y las comunidades chiíes de la península Arábiga, con Bahrein a la cabeza. Un amplio área de influencia para los seguidores de Alí, que controlarían el negocio del petróleo en la región y serviría para arrinconar a sus tres grandes enemigos: Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí.

Teherán observa ahora con aprensión las revueltas en Siria, su único aliado árabe en la zona y bastión del ángulo más occidental de ese triángulo imaginario. En 1982, al abrigo de la invasión israelí del sur del Líbano, la Guardia Revolucionaria, cuerpo de elite y vanguardia ideológica del estrenado régimen iraní, completó su desembarco en este último país, envuelto en una cruenta guerra civil. En apenas tres años, había sido capaz de unificar bajo un mando único a los diversos grupos terroristas chiítas que actuaban en el confuso conflicto fratricida y forjar una organización, bautizada como Hizbulá, que tres décadas más tarde se convertiría en la fuerza más influyente y poderosa del complejo tablero libanés. El vertiginoso acceso del Partido de Dios puso en jaque la ascendencia de Siria en el Líbano y la joven alianza entre Teherán y Damasco para aislar a Sadam Husein. La guerra en 1988 entre Hizbulá y Amal concluyó con la victoria de la milicia pro siria. Desde entonces ambos países han mantenido una relación sólida y estable. A través de territorio sirio, Teherán proporcionó a Hizbulá armamento y recursos varios para su lucha contra la ilegal ocupación israelí. Por la misma vía, Irán logró extender sus tentáculos hacia el conflicto palestino. En Damasco vive refugiado, desde hace años, Jaled Mishal, jefe de la oficina política del movimiento Hamas y asiduo visitante de la capital iraní.

La eventual caída del gobierno de la familia Al Asad sería, por tanto, un duro golpe para la política regional de la República Islámica. Debilitaría los lazos con las facciones radicales palestinas y dificultaría la alianza con Hizbulá. Un reciente informe de la ONU acusa a Teherán de armar a las fuerzas represoras sirias. La oposición iraní denuncia, además, que exporta desde los métodos empleados en la represión de la manifestaciones postelectorales de 2009 hasta las políticas de estrategia comunicativa. Frente al apoyo a los alzamientos en Egipto, Túnez y por supuesto, Bahrein, el régimen iraní eligió primero el silencio sobre Siria. Después, calificó las protestas de «problema interno». De la misma forma, el régimen alawí han intentado, en primer lugar, presentar la revuelta como la acción aislada de grupos terroristas dispersos y más tarde como una conspiración urdida desde el exterior para derrocar el régimen. Han apostado por la brutalidad, impuesto la censura y se afanan en borrar cualquier testigo.

La posición iraní frente a las protestas en Bahrein es diametralmente opuesta. Desde que el pasado febrero decenas de miles de personas -en su mayoría chiíes- tomaran la plaza central de Manama, el régimen de Teherán se ha convertido en el principal azote de la monarquía bahrainí, a la que acusa de perpetrar una matanza con tintes de vendetta sectaria. Irán mantuvo una estrecha relación con este estratégico enclave desde los tiempos de la dinastía aqueménida hasta que en el siglo XVIII, tribus procedentes del corazón de la actual Arabia Saudí con la familia Al Jalifa a la cabeza se hicieron con el control de este pedazo de costa y sometieron a las poblaciones chiíes. Más tarde, el colonialismo británico favoreció que esas comunidades quedaran divididas entre Arabia Saudí, Kuwait, y la aparición de un estado independiente llamado Bahrein. Aún así, Teherán jamás renunció a un territorio que en la segunda mitad del pasado siglo declaró como una de sus provincias históricas. Como en esta ocasión, el triunfo de la revolución de 1979 azuzó las ansias libertarias de la mayoritaria población chií bahreiní, pero también contribuyó a alejarle de la órbita de la República Islámica: al igual que ciertos grupos en Irak y en el propio el Líbano, la mayor parte de los seguidores de Alí en Bahrein se oponen a la teoría de la Velayat-e Fiqh (gobierno de los clérigos) que estableció el ayatolá Rujolá Jomeini.

Los alzados no buscan establecer una estado teocrático satélite de Irán. Su revuelta parece una genuina lucha contra la discriminación, en favor de los derechos y mejores condiciones políticas, económicas y sociales. Muchos en Teherán son conscientes de ello. Pero apuestan con un estatus similar al que vive Irak, donde coexisten con cierta sintonía las diferentes corrientes chiíes, favorables a la teoría de la Velayat-e Faqih, o contrarias, pro iraníes y no pro iraníes. En lontananza, Irán atisba un vecino sin el poder de la familia Al Jalifa y la influencia de Arabia Saudí, que fuerce la salida de la V Flota estadounidense desplegada en el Golfo y deje a la República Islámica -y a los chiíes- el camino expedito para el control de la vía por la que fluye, cada año, una quinta parte del tránsito de crudo del mundo. Igual que un Egipto sin Hosni Mubarak, con el que ahora tratan de forjar una alianza estratégica, les ha permitido cruzar el canal de Suez, navegar frente a las narices de Israel y asistir a la agitada Siria.

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